Cuando
Raúl Alfonsín ganó las elecciones presidenciales, en 1983, se esperó
ansiosamente que los peronistas hablaran por televisión reconociendo la
victoria. Hacia media noche, el ensayista Jorge Abelardo Ramos apareció en las
pantallas desconfiando todavía de los escrutinios parciales: "He visto a
gente festejando por la calle Santa Fe, vestidos con Pierre Cardin". Ramos
era un provocador, pero la frase con la que quería desacreditar un posible
triunfo de la UCR tiene una historia que se prolonga hasta el presente.
Invalidar
una manifestación por la composición social de sus integrantes fue un tipo de
discriminación que se difundió precisamente para atacar al peronismo. Vittorio
Codovilla, dirigente del Partido Comunista, calificó a las masas movilizadas
por Perón el 17 de octubre como una multitud de marginales y lúmpenes. La
oposición a ese primer peronismo reduplicó esa apuesta discriminatoria: negros,
cabecitas, fueron los sustantivos que usaron los "cultos" para
designar a los obreros. Décadas después, el lenguaje de la discriminación
vuelve a utilizarse. Se ha usado el lenguaje del odio contra los planes
sociales y la asignación universal ("planes descansar" y
"asignación para coger", entre otras frases), que no salió de la
cabeza de Cristina, sino de una iniciativa presentada, hace años, por Elisa
Carrió. Este despiste ideológico, la antipatía contra la política y el encierro
dentro de los propios deseos indican el terreno fracturado en el que se mueve
la protesta. Por televisión se subrayó la ausencia de toda interpelación
política. Se olvidó, sin embargo, que es la política la que puede dar una
continuidad a las reivindicaciones.
Todo
sucede como si no tuviéramos la posibilidad de aprender de 2001: si se rechaza
la política, lo que se consigue, finalmente, es o el activismo permanente o la
volatilización de las energías. Las manifestaciones "espontáneas"
tienen todos los problemas de la ausencia de la política que, al mismo tiempo, rechazan.
Un verdadero dilema que queda de manifiesto cuando se mira el paisaje español,
donde son los partidos, rechazados en gigantescas marchas, los que siguen
definiendo el futuro inmediato, imponen un ajuste implacable y no escuchan el
mensaje de los indignados.
¿Por qué
se sostiene el kirchnerismo? En primer lugar porque ocupa por completo, casi
sin fisuras, el aparato administrativo y económico del Estado. En segundo
lugar, porque se apoya en una vasta organización territorial, que representa a
ese Estado en los últimos rincones de la sociedad, donde viven los que más
sufren y los que más necesitan.
Los
manifestantes, que provenían de ese vasto sector con muchas diferencias que son
las capas medias (que comienzan, recordémoslo, con salarios de 5000 o 6000
pesos), no protestaban solamente porque no podían comprar dólares. Llevaban
otras consignas y convertirlas a todas ellas en un pretexto que cubría las
ganas de tener divisas a precio oficial implica despreciarlas por completo. Es
la versión simétrica a la de quienes afirman que los asistentes a
manifestaciones kirchneristas van "por el plan y por el choripán".
Si esa
frase es repudiable en el caso de los sectores populares, es igualmente
repudiable cuando los que salen a la calle son los ciudadanos que no viven en
Soldati. La clase media no debe convertirse en una clase maldita. Conoce sus
intereses tanto como los conocen los sectores populares. De ellos los separa un
vacío: la ausencia de una política progresista que los exprese generosamente.
Una vez
más, éste es el drama. Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en
cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos
individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y
arcaica de lo que se cree liberalismo.
Es
injusto hacer responsables a los manifestantes de lo que les falta y les sobra
a sus consignas. Su movilización indica que hay allí fuerzas dispuestas a jugar
en el espacio público. La responsabilidad cae del lado de intelectuales y
políticos que no articulamos una interpelación progresista, democrática y
autónoma. No supimos escribir las cosas mejor que en Facebook.
Por: Beatríz Sarlo. La Nación (16/09/2012)
Nota del editor: el artículo es una síntesis del publicado