Llegado al punto de buscar las causas del delito, cada uno mira para el lado que le parece y algunos para cualquier lado. A nuestro criterio se equivocan quienes señalan la causa principal del delito en la droga, puesto que drogones hay en todas partes y sin embargo, no siempre en esos lugares existe el mismo tipo de delito que alarma a la clase media argentina. Aún en la clase media local, corre falopa a lo pavote, sin perjuicio de lo cual no todos los faloperos de medio pelo, asesinan ancianas o catequistas, aunque muchos viciosos bursátiles o de otras disciplinas cometan delitos graves como vaciamientos de empresas, tráfico de medicamentos truchos, etc.
Tampoco aciertan quienes apuntan a la falencia educacional, mientras ellos mismos o su prole, escriben con errores de ortografía o ignorando las efemérides básicas de nuestro calendario, aunque tengan aprobadas sus etapas educativas primarias y medias o inclusive terciarias. Los brutos, cometen un sin fin de equivocaciones, entre otras, adherir con facilidad a cualquier consigna facilista, arreados por sus miedos y por los medios de comunicación masivos. Sin embargo, tampoco salen a asesinar a mansalva, a tontas y a locas.
Finalmente, y a veces con buena voluntad, muchos señalan a la pobreza como causante del brote de violencia, amparados en la estadística ligera que muestra a los pibes chorros como estereotipados en personas humildes. Y frente a esta estadística, mas o menos veraz, están los que concluyen que hay que acabar con la pobreza y los que con cinismo sostienen que hay que acabar con los pobres (aunque no se diga directamente, estamos convencidos en la numerosidad de este último segmento de opinión).
Sin querer polemizar, advertimos que la pobreza no es en si misma, la causa de tanta violencia, aunque esta la protagonicen a simple vista los pobres. Muchos de los crímenes recientes, son cometidos por individuos de clase media baja y no por el último escalón social, de lo cual debe descartarse el delito famélico. La pobreza se encuentra en relación dialéctica con la riqueza y es en este vínculo en donde debemos depositar la síntesis. En Cuba no hay índices delictivos severos, como tampoco los hay en la Suecia Socialdemócrata ni en la Suiza Ultra capitalista. En uno habrá balseros y jineteras, pero no chorros. En otro, hay suicidios, pero no homicidios a quemarropa por una moto o un celular.
Rezaba el memorable tango de José María Aguilar, aquel guitarrista de Gardel que con aguda ironía advertía en la crisis del 30, que “...el ladrón es hoy decente, a la fuerza se hizo gente, ya no encuentra a quien robar; y el honrao se ha vuelto chorro porque en su fiebre de ahorro, él se afana por guardar...” En las décadas del 40,50, 60 y 70, superada la crisis del 30 que abordó el poeta mencionado, (mas allá de los crímenes políticos), no encontramos antecedentes que se parangonen con el problema actual, pese a que como opinó Menem, pobres siempre existieron.
Lo que no existía entonces era la exposición impúdica de la riqueza, sustentada no solo por poderosos ricachones, sino por clasemedieros con un poco de viento a favor y mucho de negocio non sancto. Basta con encender el televisor para tener como única realidad a vedettongas con autos descapotables, romances confesados al calor del dinero, conductores con muy poco glamour y mucho de estruendo. Ascensos sociales con poco merito y con bastante desparpajo en cuanto a la fuente inmoral del mismo. Si con solo recorrer un barrio de clase media porteño, cualquiera se da cuenta que cualquiera, tiene un auto cero kilómetro o una casa que sus padres o abuelos laboriosos no pudieron conseguir al cabo de un vida de trabajo.
Y frente a esta vidriera, la pobreza. La misma que antes, pero más extensa en su número y más ansiosa de tomar revancha por un destino que no pudieron evitar. Repetimos: En las escuelas públicas, a las que concurrimos, también había chicos pobres llegados de villas de emergencias cercanas, pero todos jugábamos con las mismas bolitas junto al hijo del médico y el portero. Además, las villas se concebían como lo decía su nombre, en una situación de emergencia y no en un destino inexorable. Y el que tenía un poco más, lo vivía con recato, aunque consciente de la diferencia, no abusando hasta el hartazgo de ella.
Pensamos que el problema del delito, si este guarda relación con la pobreza, no se soluciona eliminando pobres, sino curando la pobreza y esta última no tiene remedio si no se ataca a la riqueza. Son los ricos, no solo en su apropiación, los que producen pobres, tanto por lo que le sacan al miserable, como en la impotencia que en éste provocan. A nadie le gusta ver comer caviar a un semejante, mientras él solo procura un mendrugo. Nadie soporta con equilibrio ser maltratado en su intento de limpiar un parabrisas de un auto que jamás podrá adquirir y que la publicidad lo muestra como una condición indispensable para ser feliz. No hace mucho, una publicidad de automóvil mostraba a un horrible narigón, acompañado de una cálida señorita, mientras le dejaba una propina a otra persona igualmente narigona que servilmente le habría las puerta del flamante rodado. En la ocasión el primero se compadecía de la triste situación del segundo, confesando que el coche que adquirió le cambió su autoestima. Mensaje publicitario vomitivo por donde quiera mirarse. Nada bueno puede esperarse de una sociedad así concebida.
Aunque eliminen pobres físicamente, otros tantos aparecerán si el sistema consiste en la producción de estos. Y si del resentimiento se trata, ningún futuro promisorio puede esperarse si quienes lo producen, no echan mano a la humildad en vez de pensar en tanta violencia represiva para paliar lo que ellos mismos generan por su propia naturaleza. En síntesis, el problema no es la pobreza, sino la riqueza.
La solución no radica en atacar a los humildes, sino en bajarle el copete a los fanfarrones embriagados de bienestar económico. No ingresar a las villas para encontrar delincuentes, sino ingresar a la AFIP para descubrir ingresos de dinero ilícitos más importantes que las obtenidas en un arrebato callejero. No detenerse tanto en el episodio del robo de un automóvil, cómo en la comercialización de las autopartes, efectuadas en lugares bien visibles y consumidos por consciente clientela que no le importa el origen sangriento de lo que pagan más barato. No horrorizarse tanto con el patotero, tan difícil de buscar en la multitud, sino con el jefe de la patota, tan fácil de descubrir en las jefaturas de sindicatos.
Estas no son más que sugerencias no taxativas, pero ejemplificativas para pensar en los verdaderos culpables de tanta violencia y encontrar soluciones, no tan ligeras como las que suponen el grito vacío de SE-GU-RI-DAD, pero más duraderas y éticas como edificar una sociedad justa, libre y soberana. Consolidada esta sana realidad, la consecuencia será esa seguridad a la que todos anhelan pero que no todos merecen.
Dr. Hernán Jaureguiber; Bernardo Alberte (h).