A Julio lo secuestraron el 7 de diciembre de 1976. En esos tiempos hacían desaparecer a los jóvenes que militaban en alguna agrupación subversiva y como Julio era montonero fue capturado y conducido al CCD "La Perla" de la ciudad de La Plata. De este episodio también tomaré un solo aspecto: un comisario de apellido Etchecolatz que pocos días antes lo había torturado lo obligó a construir una serie de celdas. Es llamativo, el preso, el detenido, el desaparecido construyendo su lugar de tortura. Hay algo de esta imagen que me resulta metafórica. Cinco años después, Julio pudo recobrar su libertad. Otros no lo hicieron. Para el caso tenemos a Martín González que aun está desaparecido. Julio llegó a su casa y se reencontró con la que más tarde sería su mujer, Margarita Solim. Una lágrima cayó por el rostro curtido de la enamorada. Más de una vez ella había soñado que nunca volvería a verlo. Parecería que la gente gradúa sus emociones al momento en que vive. Ella lloraba al ver a su hombre. Al mirarlo se sentía feliz. Tomemos a las millones de mujeres que ven a sus hombres llegando a su casa, es una escena cotidiana y simple que se puede celebrar con un saludo o con un beso en la mejilla. Pero el hombre que estaba entrando había desparecido y ese regreso era más bien extraño a su destino. Desde este punto de vista el llanto es razonable.
Los años apagan el fuego. Julio fue albañil, Construyó casas, arregló piezas, levantó paredes. Margarita Solim le dio tres hijos que pronto dieron nietos. Omito detalles de lo que fue una vida común, esa no es la historia que quiero contar. La foto que recuedo muestra a Julio levantando el dedo. La gorra que tiene puesta no impide apreciar las canas de hombre mayor. Está señalando al comisario Etchecolatz porque el juez le había pedido que indique al torturador. Su testimonio es vital para el juicio. Julio no duda. Su dedo de albañil apunta al comisario que ese mismo día recibe la condena. Me pregunto si Julio pensó que podrían matarlo por aquel testimonio. Diré que sí. Diré que supo desde el primer momento que lo volverían a secuestrar. Puedo decir también que el albañil nunca dejó de ser un desaparecido y que se tomó veinticinco años para cumplir su promesa.
Julio necesitó estar en el juicio para que Etchecolatz pudiese ir preso, el resto fue reencontrar su destino. Ahora camina por una vereda de baldosas rotas. La luz de la mañana le pinta el rostro de amarillo. Sabe que no llegará a los tribunales donde el torturador recibirá la condena. Camina sereno y con los ojos abiertos, satisfecho, justificando estos veinticinco años. Gira la cabeza cuando un auto que me imagino nuevo frena de golpe. Apenas se resiste cuando lo agarran entre cuatro personas. Uno de ellos levanta la gorra que ha quedado en el piso.
Mariano Bringas
Mariano Bringas
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