martes, 10 de mayo de 2016

65 y sumando

La negación de la edad es una tontería. No le tengo miedo a esta etapa que empieza a los sesenta años. Ser sexagenario no está tan mal. Cuando acudo a un gimnasio o cuando salgo a trotar, nadie piensa que no quiero aceptar que no soy un pendejo; por el contrario, algunos dirán con simpático asombro: ¡Miralo al viejito! Cumplir seis décadas es estar frente a una encrucijada, frente a la decisión de elegir nuestro próximo derrotero: nos convertimos en un trasto viejo, en un desubicado, o en un hombre maduro que comienza su andar de viejo sabio, de quien comienza a adivinar los finales de las películas sin dejar de disfrutarlas por ello.
Tener la certeza de ya no ser joven no me lleva a coincidir con Georges Bernard Shaw y pensar que la juventud es un defecto que se cura con el tiempo, prefiero si referirme al acerto de Alejandro Pushkin, aquel que decía: Feliz aquel que fue joven en su juventud, feliz aquel que supo madurar a tiempo. El miedo a la vejez es un invento del capitalismo, es la prolongación del consumismo: se demanda más cremas antiarrugas y no solo me refiero al viagra, sino a teñidos más sofisticados que la tradicional carmela, a usar colita en el pelo o aritos; y si pertenecemos a una capa de ingresos altos, hasta podemos llegar a intentar la gran Legrand. El temor a la vejez hace que la ocultemos, que sea considerada como algo indigno.
En nuestras vidas vamos superando, viviendo, distintas etapas: somos niños, jóvenes, adultos, y finalmente el premio de llegar a viejo. Nosotros atravesamos las cuatro etapas de la vida y si negamos una, tendremos problemas. Cuando por no acceder a un mínimo de confort o cuando se nos forma exclusivamente en un mundo de concentradas riquezas materiales, perdemos la infancia y perderemos la capacidad de soñar, de ser creativos. Si se nos reprimió la adolescencia a fuerza de tener que ser adultos o empastillarnos y sus variantes, vamos a perder la rebeldía. Lo importante es seguir creciendo, es como pasar por distintas estaciones. Como sostiene el psicólogo Alfredo Moffat (Terapia de Crisis. La emergencia psicológica), en cada una hay que bajarse y tomar el otro tren (son las crisis evolutivas). Algunos se bajan en una y ahí se quedan, no siguen en el viaje de la vida.
Ser un geronte es una etapa muy rica porque es la época de la reflexión, es cuando podemos expresarnos como filósofos y de sentir la fuerza de la libertad sartreana. Algunos comienzan a temerle a la muerte; de todas maneras, el final del proceso de la vida es un tema negado en nuestra cultura. La agonía, a veces tiene características traumáticas, como algunos partos al inicio.

Se puede tener setenta, ochenta, noventa o más años años, y tener proyectos, que es lo que aleja a la muerte. Lo decía Pichón Rivere anciano: “la muerte está tan lejos como grande sea la esperanza que construimos”. El tema es la construcción de la esperanza.
Buscaré no convertirme en un trasto viejo y disfrutar el camino a la vejez, sin ignorar sus miserias pero sin dejar de disfrutar sus ventajas. Y no es algo que parezca difícil. Pensaré qué cosas haré apenas termine esta, siempre viviré el hoy y querré hacerlo mañana. Daré un sentido al tiempo. Así lo aprendo en la serenidad de mi padre, en los planes para continuar el futuro que me cuenta mi noventosa madre; porque después de todo, los padres que no le tienen miedo a la muerte educan hijos que no le tienen miedo a la vida.

Post scriptum: Publique esta nota cuando cumplí sesenta años; hoy, cinco años después, no tendría nada para agregar salvo, que lo estoy disfrutando mucho, que sigo teniendo proyectos, y que amo la vida más que nunca.
Mi padre partió a los 91 años y nos enseñó que teníamos que aceptar la muerte como parte inseparable de la vida; mi madre hoy tiene 95 años y medio, y sigue haciendo planes para mañana.

Juan Carlos Ramirez.

sábado, 7 de mayo de 2016

Primeras veces

Ella no pudo elegir,
su primera vez no amó de buena gana.
Se canso de esperar y fingir,
de sufrir por mala cama.
Frustrada y cansada
se dijo, no quiero
más noches sin dioses,
yo quiero los soles.
Y salió en busca de ser amada.

En sus suaves piernas
se calzó las botas
pintóse de rojo
y ardiendo en hoguera
salió esa mujer tierna,
apenas cubierta
por corta pollera.



Lo encontró donde quizo,
disfrutó su destino.
Regreso a su casa
con amplia sonrisa y un:
"Esta noche no, querido".

Juan Carlos Ramirez

Herramientas



Cuenta Pablo De Santis, que de chico le sorprendía que su padre se detuviera delante de las ferreterías, y se preguntaba ¿Qué podían tener de interesante taladros, pinzas, martillos, caja de herramientas? Sin embargo años después descubre, como muchos, que él mismo se quedaba extasiado delante de las máquinas que no sabía para qué servían, o herramientas que jamás iba a usar. Observa que a todo el mundo le pasa más o menos lo mismo, nos sentimos atraídos por objetos alejados de nuestras experiencias y habilidades.
En la nota, nos trae que estaba mirando la vidriera de una librería cuando un hombre se detuvo admirado por los títulos o las portadas de colores, pero su esposa lo arrastró del brazo al grito de “¡Esos no, esos son libros para leer!”. Sintió en el hombre el mismo asombro ante los libros que el que sentimos todos ante la más complicada herramienta.
Que nos atraigan las cosas que nos interesan es algo lógico; que nos atraiga lo que no nos interesa es un enigma. En un mundo dominado por lo virtual, por las representaciones, es decir, de ausencias, los objetos no electrónicos recuerdan la experiencia de hacer algo con las manos: reparar muebles, escalar una montaña o pintar un cuadro. Toda la actividad humana es fascinante, y cualquier instrumento que permita modificar la realidad es heredero de la primera herramienta del hombre, haya sido una cuchara o un hueso para partir cabezas (como propone la película 2001 – Odisea del espacio). Nos gustan estos instrumentos ajenos porque nos hablan de la capacidad de transformar las cosas, sostiene De Santis.
La educación es también una herramienta y como tal, modifica realidades, y como instrumento no me es ajeno. Es lo que conozco y sin embargo, siempre me fascina, como cuando escuchaba y veía en acción a mis profesores explicándome química, procesos sociales, hablando en otros idiomas, descubriéndome los mundos de la literatura o los juegos matemáticos. Sustituían mis ausencias, mis representaciones, mis saberes previos basados generalmente en pensamientos mágicos. Modificaban mi futuro y potenciaban mi capacidad de elección.
Sostiene el escritor que al ver objetos alejados de nuestra experiencia y habilidades, nos hacemos conscientes de las vidas posibles que hemos dejado atrás. Nos recuerdan que por cada elección que tomamos, muchas otras quedaron abandonadas. Detrás de los objetos acechan las capacidades que no desarrollamos, las experiencias que no tuvimos. La capacidad de elección nos recuerda la libertad sartreana pero qué hay de las ataduras del desconocimiento, la que narraba el Sócrates de Platón. La herramienta educativa es la vía para lograr mayores/mejores libertades. Es la más adecuada para abrir caminos a vidas posibles o, empujar peligrosamente hacia los destinos cerrados.
Nuestro trabajo como docentes logra que la vida se aparte de las ficciones alejando al estudiante de las posibilidades de un final único, lo que le quitaría sentido a nuestras historias. Los educadores somos los pretendidos idóneos, titulados o no –siempre el oficio pesa-, somos los que estamos posibilitando ampliar las posibilidades de tomar decisiones, aún, las equivocadas.

Por Juan Carlos Ramirez