Las
muertes violentas de mujeres ascienden progresivamente desde principios de
siglo. A la sociedad en general le cuesta entender que los hombres, más de uno
por día en nuestro país, asesinen a mujeres simplemente por el hecho de serlo.
El
avance del individualismo en estos últimos treinta años, nos ha dado el
ejercicio social de despreocuparnos de lo que creemos que no nos va a pasar y
si pasa, le echamos la culpa -válidamente- al agresor, desentendiéndonos de
nuestras acciones como sujeto colectivo. Razón no nos falta, los ejecutores son
los que asesinan, nosotros no vamos por la vida alentando que ejerzan
violencias de género; aunque en realidad, yo no estoy seguro de ello.
Así
como el asesino tiene la convicción de que es necesario matar, los femicidios
son crímenes por convicción. Quien asesina no es nativo o extranjero, en un
hombre el que mata y quien muere es, mujer. Pero, por qué. El Dr. Andrés Montero Gómez nos dirige la
atención al paralelismo que existe entre el comportamiento de los que ejercen
violencia de género con el de los dictadores totalitarios. El agresor de género
es un dictador que impone su voluntad por medio de violencia en el marco
interpersonal de una relación de pareja, está convencido de su legitimación
para utilizar la violencia con el fin de lograr que la mujer se comporte
conforme a un orden determinado.
El
agresor aplica la violencia para mantener el comportamiento de la mujer dentro
de sus parámetros. Para anularla como persona hará uso de la violencia
psicológica, otros sumarán violencia física, pero todos lo harán con el
objetivo de modelar a su gusto la personalidad e identidad de la mujer. El
asesinato representa el fracaso del agresor para someterla, porque “su” mujer
quiere ser libre y reencontrarse con su identidad arrebatada. Por eso las
matan. El agresor no ejerce su violencia hacia la mujer en la conciencia de que
lo hace porque ella es mujer, sino en la convicción de que tiene derecho a modelarla
porque se cree superior, porque así se lo ha enseñado su familia, su entorno,
la sociedad a través de permitirle impunidad.
Hemos
heredado una sociedad sustentada en códigos de dominancia masculina. Con el
tiempo, intentamos liberarnos de las discriminaciones y esclavitudes con puntos
culminantes tal como fue la Revolución Francesa buscando el fin de las
esclavitudes de clase, o las americanas poniendo fin a las esclavitudes de
raza. Lo paradójico es que socialmente se acepte que fueron violencias
necesarias para lograr igualdades, pero que se rechacen los métodos con que las
agredidas buscan subvertir los códigos sociales que aún continúan
transmitiéndose. La decadencia del modelo hegemónico de masculinidad es lenta,
costará décadas y nos exige a todos y todas.
La
igualdad de ley existe, pero nuestros modelos mentales obstaculizan, y es ahí
en dónde entramos todos, docentes o no, padres y madres. La familia es donde se
practica la primera socialización y allí está la primera falla. Conocemos
madres que alientan el ejercicio de la violencia por parte de sus hijos varones
sobre sus nueras, buscando vengarse de sus miserias pasadas, y los padres
aceptan que su hijo sea violento. En un relevamiento distrital de más de
ochocientas consultas (tesis: Tensiones
sociales y educación. 2003), resultaron alarmantes que las madres privilegiaban
darles de comer primero a los varones, antes que a las mujeres del grupo
familiar, y los varones aceptaban la desigualdad.
Es la
familia la que educa sobre cómo debe ser el comportamiento con el otro; es la
escuela la que enseña sobre deberes y obligaciones, es el Estado el que
garantiza, y el Estado es la expresión jurídica de nuestras voluntades. Si no
tenemos voluntad de cambio, si no abandonamos el concepto de lo individual y
actuamos colectivamente, el “Viva las queremos” no dejará de ser un simple
slogan y las marchas sólo un recuerdo pintoresco.
Por:
Juan Carlos Ramirez Leiva
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