miércoles, 18 de marzo de 2020

Con vida las queremos


Las muertes violentas de mujeres ascienden progresivamente desde principios de siglo. A la sociedad en general le cuesta entender que los hombres, más de uno por día en nuestro país, asesinen a mujeres simplemente por el hecho de serlo.
El avance del individualismo en estos últimos treinta años, nos ha dado el ejercicio social de despreocuparnos de lo que creemos que no nos va a pasar y si pasa, le echamos la culpa -válidamente- al agresor, desentendiéndonos de nuestras acciones como sujeto colectivo. Razón no nos falta, los ejecutores son los que asesinan, nosotros no vamos por la vida alentando que ejerzan violencias de género; aunque en realidad, yo no estoy seguro de ello.


Así como el asesino tiene la convicción de que es necesario matar, los femicidios son crímenes por convicción. Quien asesina no es nativo o extranjero, en un hombre el que mata y quien muere es, mujer. Pero, por qué.  El Dr. Andrés Montero Gómez nos dirige la atención al paralelismo que existe entre el comportamiento de los que ejercen violencia de género con el de los dictadores totalitarios. El agresor de género es un dictador que impone su voluntad por medio de violencia en el marco interpersonal de una relación de pareja, está convencido de su legitimación para utilizar la violencia con el fin de lograr que la mujer se comporte conforme a un orden determinado.
El agresor aplica la violencia para mantener el comportamiento de la mujer dentro de sus parámetros. Para anularla como persona hará uso de la violencia psicológica, otros sumarán violencia física, pero todos lo harán con el objetivo de modelar a su gusto la personalidad e identidad de la mujer. El asesinato representa el fracaso del agresor para someterla, porque “su” mujer quiere ser libre y reencontrarse con su identidad arrebatada. Por eso las matan. El agresor no ejerce su violencia hacia la mujer en la conciencia de que lo hace porque ella es mujer, sino en la convicción de que tiene derecho a modelarla porque se cree superior, porque así se lo ha enseñado su familia, su entorno, la sociedad a través de permitirle impunidad.
Hemos heredado una sociedad sustentada en códigos de dominancia masculina. Con el tiempo, intentamos liberarnos de las discriminaciones y esclavitudes con puntos culminantes tal como fue la Revolución Francesa buscando el fin de las esclavitudes de clase, o las americanas poniendo fin a las esclavitudes de raza. Lo paradójico es que socialmente se acepte que fueron violencias necesarias para lograr igualdades, pero que se rechacen los métodos con que las agredidas buscan subvertir los códigos sociales que aún continúan transmitiéndose. La decadencia del modelo hegemónico de masculinidad es lenta, costará décadas y nos exige a todos y todas.
La igualdad de ley existe, pero nuestros modelos mentales obstaculizan, y es ahí en dónde entramos todos, docentes o no, padres y madres. La familia es donde se practica la primera socialización y allí está la primera falla. Conocemos madres que alientan el ejercicio de la violencia por parte de sus hijos varones sobre sus nueras, buscando vengarse de sus miserias pasadas, y los padres aceptan que su hijo sea violento. En un relevamiento distrital de más de ochocientas consultas (tesis: Tensiones sociales y educación. 2003), resultaron alarmantes que las madres privilegiaban darles de comer primero a los varones, antes que a las mujeres del grupo familiar, y los varones aceptaban la desigualdad.
Es la familia la que educa sobre cómo debe ser el comportamiento con el otro; es la escuela la que enseña sobre deberes y obligaciones, es el Estado el que garantiza, y el Estado es la expresión jurídica de nuestras voluntades. Si no tenemos voluntad de cambio, si no abandonamos el concepto de lo individual y actuamos colectivamente, el “Viva las queremos” no dejará de ser un simple slogan y las marchas sólo un recuerdo pintoresco.

Por: Juan Carlos Ramirez Leiva

No hay comentarios:

Publicar un comentario