A
quien sobrelleva su existencia carente de condiciones materiales básicas, no lo
alivia el contar con el eterno reconocimiento de ser la deuda pendiente de la
política. Nuestras desigualdades sociales han modificado valores, códigos
éticos y desestructurado familias. Las instituciones escolares, insertas
indisolublemente en la realidad social, tienen problemas para realizar
eficazmente su función.
La
escuela hoy debe comenzar a imponer criterios y superar el hecho de que oportunamente
la sociedad le restara legitimidad o la hiciera pasar por otros ámbitos.
Podremos hacerlo si comprendemos cabalmente el medio, el sujeto y las
limitaciones propias del docente, para construir a partir de la realidad.
La escuela tiene como función
específica diseñar e instrumentar actividades educativas. Se entiende que ello
incluye el contener afectivamente, mantener a los chicos fuera de las calles, educar en valores, dinamizar la participación de las
comunidades, capacitar a sus docentes y además, enseñar contenidos, claro. No
esta tan lejos la escuela de hoy, de corresponderse con las definiciones que
nos brindan los diccionarios: “Establecimiento público donde se da la primera
enseñanza.”
¿Qué
podremos hacer? ¿Es necesario contextualizar la enseñanza, elaborando proyectos
para cada particularidad? En cuanto la relación docente y alumnos: ¿Hay que
privilegiar al grupo o al individuo? Tendremos que “aprender a discernir las oportunidades no realizadas que duermen en
los repliegues del presente.” (Gorz, A.; Miserias del presente, riqueza de
lo posible). Los alumnos nos hablan de lo que pasa en nuestras instituciones
aunque el lenguaje adopte forma de estadística: Chicos grandes en los grados,
repitencia, deserción. Es posible que muchos debates sobre las Necesidades
Humanas Fundamentales, conlleven la falta de comprensión empírica del tema,
reconocer que estamos tratando sobre situaciones familiares concretas.
Diseñemos estrategias inclusivas para las familias,
recuperemos el que cada comienzo de clases sea esperado por la comunidad, que
los padres se acompañen, nos cuenten y nos cuenten (de contar y de
considerar). Elaboremos propuestas
pedagógicas amplias que persigan el objetivo de integrar, formar el
sentido de pertenencia a la comunidad educativa que eligió, que participen activamente.
El desarrollo de la colaboración entre las familias y las escuelas para
promover la mejor educación, es el tema. Cuanto más se involucran los padres,
mejor les irá a nuestros estudiantes.
Escuchemos, y en el diálogo, aprenderemos probablemente a ser mejores docentes.
Es nuestro trabajo en la sociedad (más allá de que
también sea un empleo). Los estudiantes no salen de repollos ni son una tabula
rasa en donde fijar impresiones en el horario que nos toca estar con ellos. Son
integrantes de una sociedad y atravesados, por tanto, por todas sus
vicisitudes, sus complejidades.
La
adolescencia de los pobres es de carácter más vulnerables que las de los demás
grupos sociales. El trato social se regla de acuerdo a su mayor o menor grado
de inclusión social. Sus carencias y desventajas juveniles pueden transformarse
en privaciones y desventajas definitivas. Un “adolescente vulnerable es un firme candidato a ser un adulto excluido”
(Kessler, G.; Adolescencia, pobreza, ciudadanía y exclusión).
Debemos
construir desde la escuela los espacios sociales que potencien el crecimiento
social, emocional y escolar de los niños, sin dejar de contemplar las
posibilidades reales de la familia. Hacer de la escuela “un ámbito que debe compensar las diferencias de origen ya que de lo
contrario desiguala por los diversos puntos de partida en los que se encuentran
ubicados los niños de diferentes grupos sociales” (Redondo, P. y Thisted,
S.; Las escuelas primarias “en los márgenes”).
Juan
Carlos Ramirez
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