Dice Umberto Eco que al describir al universo en términos rigurosos y científicos los filósofos positivistas del siglo XIX aniquilaron el tintineante espíritu navideño. A cambio de Dios ¿qué nos dejaron?, una idea punk de la muerte.
Felices Navidades para todo el mundo/Papá llegó borracho/como de costumbre… (“Dulce Navidad”, Attaque 77).
Cuando a los nueve años yo caía hipnotizada por la seguridad que me prometía el protestantismo, mi mamá encendía un cigarrillo y las volutas de humo escribían en el aire: “La religión es el opio de los pueblos”. Al cumplir quince me calcé una pollera larga hasta el piso teñida al batik con la técnica casera de los nudos y en un concierto de David Lebón en el Auditorio Kraft ofrendé mi devoción al Gurú Maharaj-ji.
Mi libro fetiche, Mujercitas , cuyos primeros párrafos aprendí de memoria con reverencia protopolítica (y era un asunto político, ya que de algún modo preconsciente constituía un grito de guerra al marxismo familiar), comienza en Navidad. “Esta Navidad no será Navidad sin regalos, murmuró Jo, tendida sobre la alfombra. ¡Es tan triste ser pobre! suspiró Meg, echando una mirada a su vestido viejo”. Toda una anticipación del capitalismo salvaje.
Desde que las comunidades utópicas de mis padres fallaron (y es una verdadera pena), no nos quedó absolutamente nada. “La Navidad es más Navidad en el Shopping”, leí en un cartel de la autopista 25 de Mayo que cruza el nuevo asentamiento urbano en Retiro. Oh, sí. Nos quedó el shopping center.
El dinero es un instrumento, gritan Umberto Eco y Woody Allen, ¡no es un valor! Sin Dios, ¿cómo aceptar que vamos a morir? De eso se trata la Navidad. El dinero puede hacer muchas cosas, pero no te reconcilia con la idea de tu propia muerte. Por ahora la religión es lo único que nos provee esperanza, ¡pero no creemos! Y esto es lo que me hace aferrarme a Mujercitas y a los villancicos. Seamos prácticos: ¿qué clase de liberación es renunciar a un absurdo que es lógico y coherente para abrazar otro que es ilógico e incoherente? ( Retrato del artista adolescente , James Joyce) La obstinación de la infancia en creer en ese Carlos Marx inmortal vestido con traje de River Plate que baja por la chimenea es sólo una “pantalla” (como Pierre Raptis). Un artificio, como los fuegos. La verdadera creencia reside en el otro viejo de barba blanca que se encuentra más allá del Polo Norte. En el Más Allá. Festejamos la Navidad sólo para experimentar un instante de eternidad, aunque sea bajo los efectos narcotizantes del alcohol en una Nochebuena en la que no creemos.
Fue en Buenos Aires, años después de la visita del trotskista francés a Montevideo, en el piso dieciséis de un departamento de la avenida Paseo Colón con vista a un río tan amargo que a nadie se le hubiera ocurrido decirle mar, donde una de mis madrastras me mostró cómo pasan la Navidad las familias normales. Yo ya no creía en Papá Noel y no hubo fuegos artificiales ni papeles plateados ni arrebatos místicos. Pero la comida estuvo fabulosamente buena.
Por Laura Ramos (Clarin; 26/12/2010)
Nota del editor: por cuestiones estrictamente de espacio, no se han incluido los primeros 3 párrafos.
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