Cuando era niño, en casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y estas reglas se cumplían en ese estricto orden.
Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas.. Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores hablan”. Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un mundo predecible. A tal travesura tal castigo. Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.
En mi casa no había impunidad. En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad. Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato. Las reglas eran claras. Los castigos eran claros.
En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no escrita, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso es lo que nos arruinó. La INSOLENCIA. Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes. La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no hay remedio.
El mal argentino es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza. Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual.
Dr. Mario Rosen
Estoy totalmente de acuerdo con ello, pero incluso esa propuesta de responsabilidad individual es Insuficiente, ya que en los más jóvenes 12,14 16 años hace estrados y la dificultad para reeducar es mayor.
ResponderEliminarAquí en España el grado de insolencia esta también en el orden del día, quizás más en las zonas deprimidas, pero si le puedo asegurar que siendo padre de dos hijos adolescentes puedo comprobar todos los días como se nos enfrentan con bastante mas descaro de lo que yo lo hacia con los míos, (porque todos lo hemos hecho), pero hoy son mas radicales y severos en sus argumentos, además de exigentes con lo que ellos desean y menos responsables a la hora de asumir tareas comunes en la familia.
Todos estos años de abundancia económica nos ha educado para ser exigentes con los demás y exigirnos lo menos posible a nosotros mismos, ya veremos que nos trae esta crisis que nos afecta, porque no solo es económica, también afecta al comportamiento de las personas y sobretodo a sus gobernantes.