viernes, 22 de abril de 2011

Copistas al fin

Cuenta Laura Ramos que a los 17 años, escribía con una pluma que mojaba en un tintero, apoyada sobre un piano de una casa ajena (solía dormir en diversas casas de amigos de su padre, el `Colorado`Ramos). Más que escribir, cuenta, dibujaba las palabras que imaginaba podría escribir Eugenia, el personaje de Balzac. Refiere que siendo niño, Jean Paul Sartre transcribía relatos de una revista sin considerarse copista porque retocaba los nombres de los personajes. Transcribe: “Esas ligeras alteraciones me autorizaban a confundir la memoria y la imaginación. En mi cabeza se formaban unas frases nuevas y totalmente escritas con la implacable seguridad que se otorga a la inspiración. Yo las transcribía, ellas tomaban para mí la densidad de las cosas. Si, como comúnmente se cree, el autor inspirado es en lo más profundo de sí mismo, otro distinto de sí, yo conocí la inspiración entre los siete y los ocho años”(Las palabras). Laura imitaba a Sartre, quien detenía su escritura simulando que dudaba para sentirse escritor.
Cuenta Laura que en El caballo de Nietzsche, el narrador Abdelfattah Kilito habla de su niñez como copista de clásicos y como aprendiz de escritor: “Cada mañana, al despertarme, abría un cuaderno virgen y esperaba a que se produjese el milagro. Lo único que me venía a la mente eran frases de libros que había copiado. Estaba habitado por las palabras de otros. Incrustadas en mi memoria, constituían una riqueza molesta de la que no era capaz de deshacerme”.
La infinita cultura de Laura le permite recordar que Walser trabajaba como copista en la Cámara de Escritura para desocupados de Zúrich; que Bartleby, el escribiente de Herman Mellville, vive en la oficina, donde copia durante interminables horas del día y de la noche, incluso los domingos. Que los relatos de Melville y Kafka, de acuerdo a Jacques Rancière, se convierten en experiencias de pensamiento (como los textos de Levrero).
Todo su relato La terapia grafológica, nos invita a econocer nuestras limitaciones, a sentirnos más humilde. Llama a practicar la modestia del uruguayo Mario Levrero (El discurso vacío), quien en el acápite de La novela luminosa, dice: “Las personas o instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil”.
Por: Juan Carlos Ramirez


Nota 1: Sobre el texto La terapia grafològica. Publicado en Diario Clarín. Bs As; Argentina; 20/03/2011
Nota 2: Laura Ramos nació en Buenos Aires, Argentina y pasó su infancia en Montevideo, donde fue alimentada, entre otras cosas, con sopa de letras, puré artificial y cigarrillos negros. Su madre, la revolucionaria y feminista Faby Carvallo, era conocida como “La Maga” entre su cenáculo de amigos intelectuales y bohemios de los sesenta. El nombre de guerra de su padre, el inventor del trotskismo de la izquierda nacional, era “El Colorado”, aunque se llamaba Jorge Abelardo Ramos. Laura trabajó como correctora de los libros que editaban sus padres desde los doce años. Durante el período en el que su padre se refugió en el campo mientras lo buscaba la dictadura militar, se graduó como calificadora de leche vacuna y ejerció el oficio en dos tambos de la provincia de Córdoba. Desde los dieciocho trabajó como camarera, acompañante terapéutica y editora; transcribió ensayos filosóficos de un escritor no vidente, fue redactora especial del diario “La Razón” y colaboradora de Página 12 durante los primeros tiempos de su fundación. Dirigió la sección Transformaciones de la revista El Periodista y realizó coberturas en España, México y Estados Unidos para La Razón y Clarín.
Es autora de Buenos Aires Me Mata (Sudamericana, 1993), llevada al cine en 1997, Ciudad Paraíso (Clarín-Aguilar, 1996), Diario íntimo de una niña anticuada (Sudamericana, 2002) y coautora de Corazones en llamas (Clarín-Aguilar, 1991), que lleva diez ediciones y más de cincuenta mil ejemplares vendidos “Su último libro es “La niña guerrera” (Planeta, 2010).” Sus columnas de aguafuertes en el diario Clarín eran escritas en las servilletas de los bares y discotecas y enviadas a los talleres gráficos por la madrugada. Se leían en los afterhours los sábados y los domingos, recién salidas de imprenta, mientras los acontecimientos narrados aún seguían sucediendo.
Tomado de: www.lauraramosescritora.blogspot.com (21/04/2011)

domingo, 17 de abril de 2011

Ay, el amor (sin morir en el intento)

El año pasado, fui a la fiesta donde se anunciaba el Premio Clarín de Novela 2010. Como de costumbre,hubo discursos, homenajes y un número musical. La encargada de ese número fue Soledad Villamil. Morocha y vestida de rojo, ni bien entró al escenario se apoderó de él y nos cautivó con su voz. Sin embargo, cuando llegó el último tema algo empezó a incomodarme. La canción era realmente bella, pero un malestar corporal inespecífico que de a poco se fue definiendo como un repentino dolor de estómago, subió por el medio del pecho y terminó convertido en un nudo en la garganta que no me dejó disfrutarla. Y mientras tanto en mi cabeza se repetía la siguiente frase: “Yo no quiero eso, yo no quiero eso para mí”.
Con la obsesión por la causa-efecto (o causa-síntoma) que desarrolla años de psicoanálisis, intenté precisar cuál era la frase de la canción que interpretaba Villamil que me provocaba esa emoción. Pero enseguida la presentación terminó, vinieron los aplausos, la despedida de los músicos, y el anuncio de que de inmediato se abriría el sobre con el nombre del ganador. No había escuchado el título, pero sí que era música de Alfredo Zitarrosa y letra de Idea Vilariño.
Recién cuando manejaba para llegar a mi casa, apareció otra vez la canción y el dolor de estómago, pero no la frase. Apenas un tarareo, un balbuceo que no lograba encontrar las palabras precisas que me trasmitían ese dolor. Cuando llegué me zambullí en Internet hasta que las encontré. Dicen en la web que cuando Zitarrosa leyó el poema de Vilariño se emocionó tanto que tomó una guitarra y se puso a cantarlo. Dicen que ella le pidió que lo grabara con el nombre: “La canción y el poema”. El estribillo es así:
Quisiera morir -ahora- de amor,
para que supieras
cómo y cuánto te quería,
quisiera morir,
quisiera ... de amor,
para que supieras …

Entonces al dolor de estómago y a las ganas de llorar se sumó la frase que se había repetido un rato antes: “Yo no quiero eso, yo no quiero eso para mí”. No quiero morir de amor. Y mucho menos morir de amor para que ése a quien ame, sepa. Tiene que saber mientras estoy viva, no cuando me muera. Y si no alcanza con que lo que diga y haga, si para saberlo necesita tal acto de sacrificio (morir de amor), entonces no sabrá. Quiero vivir en el amor, vivir enamorada pero no morir de amor. No quiero eso ni para mí, ni para mi hija, ni para mis amigas, ni para las hijas que algún día quizás tenga mi hija.
Y por supuesto que esta afirmación nada tiene que ver con el valor poético de una de las más grandes poetas uruguayas, sino con una advertencia, una alarma que suena ante el peligro. La educación sentimental de las mujeres, el concepto de lo femenino, del amor, de cuánto y cómo una mujer debe amar y demostrar que ama, se va configurando por los modelos sociales vigentes, los mandatos familiares y la tradición, en el mejor y en el peor sentido. Y eso nos llega por distintas vías, también a partir de los que nos presenta la televisión, el cine, la literatura.
La canción y el poema de Zitarrosa y Vilariño, me volvió a aparecer hace unos días cuando se repitieron una y otra vez, fuera de toda estadística, los casos de mujeres quemadas por sus parejas. Particularmente cuando oí decir a los especialistas que en muchos de estos casos si la mujer logra hablar mientras es llevada al hospital, en lugar de señalar al culpable, se preocupa por repetir: “Fue un accidente”. Tal como si respondiera a la consigna: “Si voy a morir, que sea de amor y demostrando cuánto y cómo amo”. O alguna consigna equivalente. En la película española del 2003 “Te doy mis ojos”, de Icíar Bollaín, Pilar (la protagonista) sufre la tremenda violencia física y psicológica de Antonio, su marido, y es justamente cuando ella decide darle una nueva oportunidad que le ofrece, desde la palabra, partes de su cuerpo, lo que le da nombre a la película. “Te doy mis pechos, te doy mi boca, te doy mis ojos”, ¿habrá algo más sacrificial que entregar al otro parte del cuerpo de uno? Suena bello, puede ser una poética metáfora, pero no ayuda a la educación sentimental si se lo toma literalmente, ni siquiera en el plano de lo inconsciente. Ese tipo de frases implica una entrega extrema, tan extrema que se lleva la vida con ella. Tal vez una reescritura más sana para la mujer sería algo del estilo: “Puedo darte mis besos, darte mis caricias y darte mi mirada, puedo besarte y mirarte y acariciarte las veces que los dos queramos, pero mis manos son mías, mi boca es mía, y mi cuerpo es mío, aunque te ame”. Claro, ni por asomo es tan poético, pero no estamos hablando de poesía sino de la construcción de un imaginario.
Roland Barthes hizo uno de los mejores aportes a la comprensión de lo que implica la “voz” del amor, sus palabras, sus frases, y sus signos, en “Fragmentos del discurso amoroso”. Para entender ese discurso recurre a Werther, el joven personaje de Goethe que se suicida por amor y produce un efecto de contagio en otros jóvenes (reales) de su época. Pero también recurre, entre otros, a Platón y su Banquete, a San Agustín, a Baudelaire, a Proust, a Nietzsche, a Freud, a Lacan, a Winnicott, al Zen. Porque a través de los discursos de todos ellos se fue configurando ese discurso amoroso que Barthes desarma en cada frase, un discurso con el que podemos sentirnos totalmente identificados porque tiene algo de inconsciente colectivo. Entonces, si digo “quiero morir de amor” o “te doy mis ojos”, tengo que tener presente que eso responde a un modelo de discurso amoroso histórico y social, y decidir si es el modelo que deseo hoy para mí.
Pero estamos hablando sólo de estar atentos al lenguaje, no de temerle. De dominarlo y de no repetir frases impuestas por otros que hoy no nos sirven. Las palabras son imprescindibles en el amor. Lo dice así Barthes: “El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo”.
Sí, probablemente el lenguaje sea uno de los mejores puntos de contacto para dos enamorados, siempre que elijamos bien y con libertad qué queremos decir.

Por: Claudia Piñeiro (Diario Clarín; Bs As; 13/02/2011)
Nota: Es una síntesis de la publicación original

domingo, 10 de abril de 2011

El sentido del periodismo local y La Palabra de Ezeiza

El sentido pasaría por intentar reflejar todas las voces a coro de la población, aunque fuera un coro que sonara un poco destemplado, ése sería nuestro mayor deseo: la polifonía de la palabra. Volverle a dar significado esencial a la palabra plural porque se lo merece por su riqueza. Ampliar el abrazo de la palabra porque la palabra sirve para comunicar, tender puentes, comprender.
El sentido podría buscarse ampliando aún más la cobertura de notas. Tal vez no fuera algo complicado, el distrito es grande pero no tanto. Y no sólo a los que cursan invitación por un evento, también podría permitirse con mayor asiduidad la espontaneidad y la producción. Entonces, imaginamos el potencial alojado en los colaboradores espontáneos que puede haber, por ejemplo, entre los docentes que trabajan a diario con alumnos curiosos. Pero claro, alguien dirá y es cierto: hay que escribir y/o acercarse al semanario. O el semanario puede también acercarse a la nota, a la entidad, al vecino, al caso, al tema. Y eso se hace, de un lado y de otro.
El sentido del periodismo local existe si puede interrogarse con sentido crítico sobre todo lo que nos rodea cotidianamente: los vínculos, el paisaje, los vecinos. Eso no significa preguntarle al perro que uno tiene como mascota si se siente realizado en esta vida, sino apuntar a despojarse de la mirada naturalizada del entorno, imaginar cuánto hay de construído en todo eso. Y consecuentemente, considerar en qué puede uno desde su lugar, o varios, a colaborar para mejorar ese entorno. Particularmente, encontramos ese espacio en el semanario en la historieta de cada semana, La barra de Carlín y Carlón, ellos son nuestros filósofos con todo lo que eso puede tener de risueño… o de patético.
Y el sentido local que le hallamos al semanario, también, es el de ser “el” prácticamente único espacio de contención para los que impulsamos a diario la vida cultural del distrito. Digo casi, porque no puede involucrar aspectos culturales que tienen una dinámica que excede el biplano y la tipografía blanco y negro, pero, así y con todas esas limitaciones, siempre dá cuenta de esas expresiones. De hecho, la oficina de La Palabra de Ezeiza es un centro cultural a escala donde disfrutamos de conmovedoras manifestaciones de arte.


Lic. Patricia Faure.
Nota: a propósito del 16to. aniversario del periódico